A las seis de la mañana los perros comienzan a reclamarme por comida. les lleno sus respectivos platos y les cambio el agua, pisoteada y con tierra por sus juegos de la noche anterior. Monto una olla al fuego y -normalmente- regreso a la cama para levantarme al rato sin presiones, darme por despierto y tomarme un café.
Así suelo iniciar el día en el planeta tierra (unos cuarenta y tantos kilómetros de circunferencia, temperatura promedio de quince grados, más agua que tierra), en su hemisferio occidental en el continente americano (cuarenta y tantos kilómetros cuadrados de tierra rodeada de agua), apenas un poco por encima del ecuador en un país llamado Venezuela, en una isla sobre el mar caribe llamada Margarita (unos mil kilómetros cuadrados, totalmente tropical y con playas por todos lados).
Nuestra casa por suerte se encuentra elevada unos seis escalones de la calle, por donde en temporada de lluvias se forma un río justo por la acera que suele traer peces de la montaña. Esta casa está en una calle donde todavía se consiguen artesanos creadores de mapires -bolsos tejidos con fibra vegetal- y algo más arriba hacedores de escobas. Calle por donde casi a diario hacen trotar a caballos de carreras, por donde todos los días pasan camiones con ventas de frutas, pescados o pollos, por donde ponen a asolearse a los gallos de pelea y eventualmente los entrenan poniendoles al frente al pobre gallo de algún vecino. Un poco hacia el este está la iglesia, que rinde honores al santo patrono del pueblo y del cual obtiene su nombre: Pedro González, El mismo San Thelmo, patrono de los pescadores y marineros.
Así que vivimos en el ventisqueado y fresco Valle de Pedro González, a diez minutos en bicicleta de la playa Zaragoza y a tres horas de camino a pié de la cima del cerro el cacao. Pensamos que vamos a experimentar mucho con la casa, a construir y deconstruir, a jugar y a crear. Por todo esto decidimos llamarla Caja de Arena. No como las cajas de gato, más bien como en donde los niños juegan.
Así suelo iniciar el día en el planeta tierra (unos cuarenta y tantos kilómetros de circunferencia, temperatura promedio de quince grados, más agua que tierra), en su hemisferio occidental en el continente americano (cuarenta y tantos kilómetros cuadrados de tierra rodeada de agua), apenas un poco por encima del ecuador en un país llamado Venezuela, en una isla sobre el mar caribe llamada Margarita (unos mil kilómetros cuadrados, totalmente tropical y con playas por todos lados).
Nuestra casa por suerte se encuentra elevada unos seis escalones de la calle, por donde en temporada de lluvias se forma un río justo por la acera que suele traer peces de la montaña. Esta casa está en una calle donde todavía se consiguen artesanos creadores de mapires -bolsos tejidos con fibra vegetal- y algo más arriba hacedores de escobas. Calle por donde casi a diario hacen trotar a caballos de carreras, por donde todos los días pasan camiones con ventas de frutas, pescados o pollos, por donde ponen a asolearse a los gallos de pelea y eventualmente los entrenan poniendoles al frente al pobre gallo de algún vecino. Un poco hacia el este está la iglesia, que rinde honores al santo patrono del pueblo y del cual obtiene su nombre: Pedro González, El mismo San Thelmo, patrono de los pescadores y marineros.
Así que vivimos en el ventisqueado y fresco Valle de Pedro González, a diez minutos en bicicleta de la playa Zaragoza y a tres horas de camino a pié de la cima del cerro el cacao. Pensamos que vamos a experimentar mucho con la casa, a construir y deconstruir, a jugar y a crear. Por todo esto decidimos llamarla Caja de Arena. No como las cajas de gato, más bien como en donde los niños juegan.
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