Cargando...
domingo, 27 de marzo de 2016

La Llamada

A modo de celebración dejo por aquí un cuento que escribí hace exactamente diez años, como participante del excelente taller literario Los Forjadores





LA LLAMADA

a Juan Diego



     Juan aceptó el trabajo en el radiotelescopio sin muchos ánimos, tan sólo por asegurarse un techo esos meses. Le parecía un sinsentido escudriñar el universo en busca de señales inteligentes. Por supuesto que no era su caso ni su trabajo, a él le bastaba con estar atento al día quince y al último de cada mes.  Al presente.
    No era un científico ni aún un bachiller. Había llegado a Puerto Rico como ayudante de cocina en un crucero, y es que así era su vida sin rumbo. Había llegado a encargarse de la conserjería del observatorio gracias a un extraño golpe de suerte, y apenas tenía que aguantar a algunos de los pasantes que semanalmente iban y venían de todas partes del mundo. Cuando uno de esos muchachos le pidió cuidar de los controles mientras salía a cubrir asuntos “de interés científico”, aceptó quedarse en el laboratorio de buena gana. Solía ser un lugar restringido, mucho más cómodo que el cuartucho que le daban por casa de conserje; en la sala de computadoras tenían una cocina equipada, despensas llenas y un equipo de sonido con música que le gustaba, sillones reclinables y mucha tranquilidad, pero sobre todo estaba seco y cálido. La verdad, el lugar le encantaba. Hernández, el pasante, creyó bastarle con un cartón de cigarrillos para comprar el silencio de Juan y su cooperación; para Juan esto era apenas un valor agregado. Le habían dejado un trabajo simple: verificar la señal de una pantallita; si la marca subía por encima de la línea roja debía llamar al joven —aunque éste aseguró que eso jamás sucedería—. Mientras tanto, el pasante entablaría relaciones internacionales con algún espécimen del pueblo, y de seguro haría toda clase de exámenes y mediciones. O, al menos, eso decía mientras dejaba anotado su número en la cartelera junto a la puerta antes de irse.
    “…  Laudamus te, benedicimus te…” No tenía la menor idea de lo que se cantaba, sólo que le sentaba bien, y la orquesta le crispaba el cuero cabelludo con esa fuerza con la que llenaba el laboratorio. Una línea en la pantalla casi llevaba el ritmo, que se hacía más lento y ya sin coro. El whisky que escondían los observadores de estrellas se encargaba de cerrarle los ojos mientras el humo del cigarrillo de marca extranjera se consolidaba en una columna bailarina, que desaparecía antes de llegar al techo con las tenues notas de un violín. Al parecer la música estaba pensada justo para atraparle dormido como si de una mala broma se tratase, ya que los instrumentos de la orquesta se integraron gradualmente mientras Juan roncaba, ascendiendo como una ola para terminar en un estallido de platos y coro . El cigarrillo que empezaba a quemarle los dedos saltó de su mano. Con el brinco, la cómoda poltrona reclinable lo llevó de espaldas hasta el suelo.
    Y entonces sonó el teléfono.
    A pesar de la quemada, la caída y el golpe en la cabeza, Juan se quedó inmóvil, esperando la confirmación de que el teléfono había sonado. En medio de los gritos del coro y el barullo de la orquesta el teléfono sonó de nuevo. Tuvo que rodar de espaldas para escapar de la poltrona y se puso en pie casi de un salto, descubriéndose con ello totalmente alcoholizado. El teléfono repicó de nuevo, como recordándole con sorna o espanto que él no debería estar ahí, que la música debería ser más amable, que el cigarrillo no debería estar quemando la alfombrita bajo la poltrona caída, que debía tomar en consideración la pantalla del medio —ésa que debía vigilar —, la cual para entonces mostraba tres picos sobre la línea roja y Juan no estaba seguro si debía ser así. Bajó el volumen y atendió el teléfono, procurando la mayor sobriedad y autocontrol sobre su lengua.
    —Buenas noches, Centro Astronómico Nacional
    —¿Es usted el señor Soto?
  —El licenciado no se encuentra en este momento, está en... ¿Cómo? —dijo muy lentamente, con la poca sobriedad que le quedaba, dándole crédito a lo que oía.
    —Queremos saber si es usted el señor… —Una voz al fondo pareció dictar: — Soto, Juan D. Soto S., claro que es él, no lo sabré yo.
    Juan miró la habitación que debería encontrarse en ordenado silencio con algún pasante dormido sobre el escritorio. Vio la hora: tres de la mañana; una botella por la mitad, el monitor del medio cubierto por marcas que llegaban al borde superior de la pantalla como queriendo saltar de ésta y alguien preguntando por él mismo para complicar más las cosas. La voz tenía un acento extraño: modulaba y pronunciaba perfectamente cada palabra, aunque en el laboratorio nadie tenía un acento local, sólo que no le era familiar. La voz del fondo sí le era familiar: evidentemente costarricense. 
    —S... Soy yo. ¿En qué puedo servirle?
    —¡Muy bien! Nos alegra que lo pregunte, pronto empezarán los litigios y queríamos pedirle que se encargue de nuestro caso. —La voz se escuchaba honestamente emocionada.
    —Debe haber un error, yo me llamo así pero no trabajo en este laboratorio, creo que se ha equivocado.
    —¿Hablamos con Juan Diego Soto Suárez? ¿Es el 12 de julio de 1996?
    —Bueno, sí, supongo, y sí soy yo, digo, ése es mi nombre, pero no le entiendo…
    —No se preocupe, en unos años todo estará más claro, sólo queremos recordarle que debe regresar a Costa Rica cuanto antes, inscribirse y sacar las materias que le faltan para graduarse de bachiller, es imperativo que comience su carrera de abogacía.
    En un instante el licor que se le había subido a la cabeza se evaporó por completo; ya no estaba mareado, pero en lugar de lucidez sentía una completa confusión y tenía migraña. Era urgente que llamara al pasante, pero tendría que colgar antes.
    —¿Cómo sabe? ¿De dónde saca que…?
    —Lo sabemos todo sobre usted, nos defenderá en un caso delicado sobre fraude con la línea del tiempo. Y lo ganará. Lo ha hecho ya varias veces. Claro que otros lo han intentado, pero usted es el único que se gana al jurado en cada intento. Comprendemos que es inverosímil lo que le decimos pero cubriremos sus honorarios con retroactivos, claro está, podrá revisar mañana —Su mañana, corrigió la voz del fondo—. Eso, su día siguiente, su cuenta bancaria. Tómelo como un compromiso por adelantado, le ayudará a pagar el boleto de avión y a comenzar su nueva vida. Recibirá su cheque puntualmente y el monto se incrementará en la medida en que sea eficiente con su carrera. Sea dedicado, señor Soto. Usted mismo se lo agradecerá.
    —Disculpe, señor, pero debo colgar.
    La voz que hablaba desde el fondo de la habitación (del otro lado del auricular) pareció saltar al frente:— ¡Cree en el dinero, cabezón! ¡No hace falta que creas en nada más!  —Pero esto lo escuchó Juan mientras colocaba el auricular en su base, ya había cortado la comunicación cuando dio un respingo y apoyó de nuevo el auricular contra su oreja y gritó:
    —¡Juan!
    Sólo se escuchaba el tono de la línea. Temblaba con el teléfono en la mano. La pantalla ahora sólo mostraba el ruido tenue del espacio profundo.

---

    From: Juan Diego Soto Suárez
    Date: Mar 27, 2006 10:48 PM
    Subject: [...::: Forjadores :::...] Presentación  

Hola a todos,
Hace diez años me ocurrió algo que me convirtió en el abogado que soy y quisiera aprovechar la oportunidad que me da este taller literario para animarme a contar mi historia, que tiene más sentido como cuento de ciencia ficción que como autobiografía. Me llamo Juan Diego Soto Suárez, soy costarricense y no escribo más que mensajes de correo electrónico, demandas, reconvenciones, contrademandas, peticiones, actas y escrituras…









0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Pie
Subir!